Zarzuela profética de ca(rnesto)lendas
griegas y raviolis mediterráneos a los sabores de frutos de mar de la bahía y
aromas de oloroso de Tartessos con deconstrucción de garum de sardina a la
brasa espetada en sarmientos de vides de Fenicia
Muchos años
después, frente a los farallones de las columnas de Heracles y sobre un barco histéricamente
mecido por un mar bravo, el hijo pródigo de Aristos Navalis habría de recordar
el lejano día en que su padre lo llevó al oráculo de Delfos. Hoy, el aburrimiento de la larga travesía le
había llevado a beber más de lo normal de aquel vino griego camuflado tras sabor
a pino, del que todavía quedaba un poso en la copa de plata que su padre le
compró en los tenderetes de mercachifles que trajinaban en las proximidades de
aquel templo del dios Apolo, moscones a un panal de rica miel y como aún sigue
siendo habitual en los lugares de culto de todo tipo. Con voz estropajosa dirigida a sí mismo
musitó la frase escrita en un dintel del templo en el que aparecía Zeus con un
sospechoso aspecto de cisne jugueteando con Leda: “Conócete a ti mismo”. Tal vez hubiera olvidado la invitación
oracular al autopsicoanálisis si no estuviera escrita rodeando el borde de
aquella copa tan besada, de la que desde entonces, más por utilidad que por
sentimentalismo, no se había separado.
Se sintió
mareado. Blasfemó. “Miserables dioses que viven cambiantes para
joder o al próximo o a la prójima: a veces cisne, a veces lluvia, a veces toro,
laurel, gato o escarabajo… ¿Se conocen
ellos a sí mismo? ¿Se conocen entre
ellos, ellos a ellos mismos?. Más triquiñuelas
que los infelices hombres que quizá solo hemos logrado heredar de nuestros
paternales dioses el eros procurando renunciar a toda costa al tánatos también
heredado.”
Una urgencia
le volcó sobre la borda y los dioses en forma de viento de poniente le estamparon
su propio vómito sobre la cara, pues es sabido que si se escupe al cielo, el
cielo te devuelve escrupulosamente, máxime si la ofrenda es vino con alma de
pinos y traje ácido. Cuando logró
limpiarse y secarse la última lágrima volvió a blasfemar, pero esta vez ni Eolo
–como viento- ni Poseidón –como mar- le
devolvieron nada ya que el pródigo Navalis nada tenía en su estómago que
ofrecer unos dioses a los que no sabía bajo qué aspecto invocar.
Él no era
dios, ni hijo de dioses, si acaso, un pariente lejano que solo recibiera algo
de la herencia divina de la artimaña y que siguiendo la manía griega de
filosofar, unida hoy a los restos de vapores del vino, aceptó con decisión
etílica el reto de considerar seriamente la máxima del oráculo de conocerse y definirse
su propia vida ahora que se disponía a cambiarla. Así recordó cuántas veces se había puesto el
yelmo de guerra que cubría por completo su cabeza y cara y lo enfierecía al
tiempo que ocultaba su miedo en las batallas de las guerras. Pensó en los mil y un fingimientos y palabras
sonoramente huecas en las batallas del amor tantas veces perdidas. Sonrió al recordar las veces que buscando
calores de entrepierna, no había dudado en pintar con poco arte su cara y vestir deshonrosas
(o deshonrantes) ropas de mujer para colarse en tálamos prohibidos de maridos deliberadamente
ausentes o perdidos en otros lechos. En
este aspecto lamentó algunos fracasos, más de los deseables y confesables.
“Gracias a
los (sonido de censura) -perdón- bienaventurados dioses ya llegamos a puerto. Y
volviendo al Olimpo: ¿encontraré a Afrodita encarnada en las puellae bailarinas
de esta antigua ciudad, famosas en todo el mar de Odiseo, menudo zorro, capaz tanto
de arar en línea recta como de meter un ejército en un juguete. Por cierto, hasta la bella Afrodita para
resultar presentable tras el fracaso de su Helena había tenido que tomar las
proporciones áureas de la hermosa Friné, sacerdotisa máxima de la belleza pétrea
danzante”.
La saloma de
los remeros le evocó aquellos días de teatro cuando ponía voz a los crueles
dioses con el coro; cuando cantaba como corifeo palabras que casi nunca eran
suyas aunque a veces lo creyera. Se complació
de cómo lograba componer en su cara la venganza fiera de Orestes, el dolor
parricida de Medea, la desesperación ciega de Edipo, las lágrimas resueltas de
Andrómaca, los siempre desatendidos presagios de Casandra… Así y todo creyó creer que siempre prefirió
cambiar la triste máscara de la tragedia por la –tal vez más amable- careta
cómica de las bufonadas de Aristófanes. Cuestión
de utilidad porque así encontró sustento charlando de ágora en ágora
divirtiendo a unos a costa de lo que querían oír de otros. Suspiró de orgullo
recordando cómo sus palabras seducían a los corros, ya ávidos de voces contra
dioses y tiranos, ya deseosos de soflamas contra persas, tirios o troyanos, ya
ansiosos de críticas a unos y otros dulcificadas o escabrosamente exageradas.
En la
aproximación al puerto el estómago vacío y revuelto le hizo sentir hambre y
como ésta agudiza el ingenio y la metáfora: “…desde este barco, la ciudad recogida
en redondo tiene todo el aspecto de un plato lleno de comida en medio del
mantel azul del mar sosegado en la bahía y rodeado de cucharas de chalupas y
barcos como vasos. Pero si hasta tiene su verdurita de guarnición en las viñas
de ese barrio del borde del plato.”
Se volvió a
ver en sus tiempos de mercader, embozada la cara en medio de las tormentas del
desierto, tras la engañosa sonrisa del que vende, y la palabra vacía del que
pregona. La nave ya estaba amarrada al
muelle y él se disponía a echar sus amarras y mudar de vida en esta tierra tan
vieja, ajena, nueva para él, siempre cambiante.
Sonrió halagado por sus recuerdos y entre el goce de la memoria se le
coló la acidez de un recuerdo con retrogusto levemente amargo que se le agarró
a la garganta: siempre, tras todos los hechos que tan gratamente habían desfilado
hoy ante él, había tenido que sufrir con mayor o menor rigor cuarenta jornadas
de arrepentimiento -casi siempre falso-, abstinencia -las más de las veces
obligada- y dolor –de estómago por el vino o de huesos por golpes recibidos.
Se dispuso a
saltar a tierra. – ‘Káir’ oyó que le
llamaban desde el lugar del barco en que aparecía una cabeza de pez toscamente
labrada en madera y que con el tiempo devendría mascarón de proa. Saltó a tierra: mientras con una mano
arremangaba la túnica, con la otra agarraba el recipiente metálico que su padre
le compró en Delfos. Miró al lugar del
que procedía la llamada barruntando una profecía que no recibió de Apolo.
- Káir. Káir Navalis: ¡Mucha suerte. Esta ciudad es tuya; a por ella!
Apretó la
copa de plata:
- Sí. Me la voy a comer entera, con vino de
Tartessos en tacita de plata.
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