Pide que el camino sea largo.

Que sean muchas las mañanas de verano

en que llegues -¡con qué placer y alegría!-

a puertos antes nunca vistos

viernes, 10 de febrero de 2012

ORÁCULO



       Zarzuela profética de ca(rnesto)lendas griegas y raviolis mediterráneos a los sabores de frutos de mar de la bahía y aromas de oloroso de Tartessos con deconstrucción de garum de sardina a la brasa espetada en sarmientos de vides de Fenicia

            Muchos años después, frente a los farallones de las columnas de Heracles y sobre un barco histéricamente mecido por un mar bravo, el hijo pródigo de Aristos Navalis habría de recordar el lejano día en que su padre lo llevó al oráculo de Delfos.  Hoy, el aburrimiento de la larga travesía le había llevado a beber más de lo normal de aquel vino griego camuflado tras sabor a pino, del que todavía quedaba un poso en la copa de plata que su padre le compró en los tenderetes de mercachifles que trajinaban en las proximidades de aquel templo del dios Apolo, moscones a un panal de rica miel y como aún sigue siendo habitual en los lugares de culto de todo tipo.  Con voz estropajosa dirigida a sí mismo musitó la frase escrita en un dintel del templo en el que aparecía Zeus con un sospechoso aspecto de cisne jugueteando con Leda: “Conócete a ti mismo”.  Tal vez hubiera olvidado la invitación oracular al autopsicoanálisis si no estuviera escrita rodeando el borde de aquella copa tan besada, de la que desde entonces, más por utilidad que por sentimentalismo, no se había separado.

Se sintió mareado.  Blasfemó.  “Miserables dioses que viven cambiantes para joder o al próximo o a la prójima: a veces cisne, a veces lluvia, a veces toro, laurel, gato o escarabajo…   ¿Se conocen ellos a sí mismo?  ¿Se conocen entre ellos, ellos a ellos mismos?.  Más triquiñuelas que los infelices hombres que quizá solo hemos logrado heredar de nuestros paternales dioses el eros procurando renunciar a toda costa al tánatos también heredado.”


Una urgencia le volcó sobre la borda y los dioses en forma de viento de poniente le estamparon su propio vómito sobre la cara, pues es sabido que si se escupe al cielo, el cielo te devuelve escrupulosamente, máxime si la ofrenda es vino con alma de pinos y traje ácido.  Cuando logró limpiarse y secarse la última lágrima volvió a blasfemar, pero esta vez ni Eolo –como viento-  ni Poseidón –como mar- le devolvieron nada ya que el pródigo Navalis nada tenía en su estómago que ofrecer unos dioses a los que no sabía bajo qué aspecto invocar. 

Él no era dios, ni hijo de dioses, si acaso, un pariente lejano que solo recibiera algo de la herencia divina de la artimaña y que siguiendo la manía griega de filosofar, unida hoy a los restos de vapores del vino, aceptó con decisión etílica el reto de considerar seriamente la máxima del oráculo de conocerse y definirse su propia vida ahora que se disponía a cambiarla.  Así recordó cuántas veces se había puesto el yelmo de guerra que cubría por completo su cabeza y cara y lo enfierecía al tiempo que ocultaba su miedo en las batallas de las guerras.  Pensó en los mil y un fingimientos y palabras sonoramente huecas en las batallas del amor tantas veces perdidas.  Sonrió al recordar las veces que buscando calores de entrepierna, no había dudado en pintar con poco arte su cara y vestir deshonrosas (o deshonrantes) ropas de mujer para colarse en tálamos prohibidos de maridos deliberadamente ausentes o perdidos en otros lechos.  En este aspecto lamentó algunos fracasos, más de los deseables y confesables.


“Gracias a los (sonido de censura) -perdón- bienaventurados dioses ya llegamos a puerto. Y volviendo al Olimpo: ¿encontraré a Afrodita encarnada en las puellae bailarinas de esta antigua ciudad, famosas en todo el mar de Odiseo, menudo zorro, capaz tanto de arar en línea recta como de meter un ejército en un juguete.  Por cierto, hasta la bella Afrodita para resultar presentable tras el fracaso de su Helena había tenido que tomar las proporciones áureas de la hermosa Friné, sacerdotisa máxima de la belleza pétrea danzante”.  

La saloma de los remeros le evocó aquellos días de teatro cuando ponía voz a los crueles dioses con el coro; cuando cantaba como corifeo palabras que casi nunca eran suyas aunque a veces lo creyera.   Se complació de cómo lograba componer en su cara la venganza fiera de Orestes, el dolor parricida de Medea, la desesperación ciega de Edipo, las lágrimas resueltas de Andrómaca, los siempre desatendidos presagios de Casandra…  Así y todo creyó creer que siempre prefirió cambiar la triste máscara de la tragedia por la –tal vez más amable- careta cómica de las bufonadas de Aristófanes.  Cuestión de utilidad porque así encontró sustento charlando de ágora en ágora divirtiendo a unos a costa de lo que querían oír de otros. Suspiró de orgullo recordando cómo sus palabras seducían a los corros, ya ávidos de voces contra dioses y tiranos, ya deseosos de soflamas contra persas, tirios o troyanos, ya ansiosos de críticas a unos y otros dulcificadas o escabrosamente exageradas.

   
En la aproximación al puerto el estómago vacío y revuelto le hizo sentir hambre y como ésta agudiza el ingenio y la metáfora: “…desde este barco, la ciudad recogida en redondo tiene todo el aspecto de un plato lleno de comida en medio del mantel azul del mar sosegado en la bahía y rodeado de cucharas de chalupas y barcos como vasos. Pero si hasta tiene su verdurita de guarnición en las viñas de ese barrio del borde del plato.”

Se volvió a ver en sus tiempos de mercader, embozada la cara en medio de las tormentas del desierto, tras la engañosa sonrisa del que vende, y la palabra vacía del que pregona.   La nave ya estaba amarrada al muelle y él se disponía a echar sus amarras y mudar de vida en esta tierra tan vieja, ajena, nueva para él, siempre cambiante.  Sonrió halagado por sus recuerdos y entre el goce de la memoria se le coló la acidez de un recuerdo con retrogusto levemente amargo que se le agarró a la garganta: siempre, tras todos los hechos que tan gratamente habían desfilado hoy ante él, había tenido que sufrir con mayor o menor rigor cuarenta jornadas de arrepentimiento -casi siempre falso-, abstinencia -las más de las veces obligada- y dolor –de estómago por el vino o de huesos por golpes recibidos.

Se dispuso a saltar a tierra.  – ‘Káir’ oyó que le llamaban desde el lugar del barco en que aparecía una cabeza de pez toscamente labrada en madera y que con el tiempo devendría mascarón de proa.  Saltó a tierra: mientras con una mano arremangaba la túnica, con la otra agarraba el recipiente metálico que su padre le compró en Delfos.  Miró al lugar del que procedía la llamada barruntando una profecía que no recibió de Apolo.

- Káir.  Káir Navalis: ¡Mucha suerte.  Esta ciudad es tuya; a por ella!

Apretó la copa de plata:

- Sí.  Me la voy a comer entera, con vino de Tartessos en tacita de plata.


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